Ambos eran conscientes de que, tras el nacimiento de Jesús de Nazaret, aquel momento de intimidad y calma, que estaban disfrutando en silencio para custodiar el sublime despertar de su pequeño, sería el cimiento sobre el cual construirían su familia, enfrentando juntos los desafíos que les depararía el futuro en aquella época de opresión romana.
El recién nacido, cubierto con trapos de lino y aun con los ojos cerrados, comenzó a mover ligeramente sus diminutas piernas alzándolas con la gracilidad propia de un bebe que emerge de su sueño. María y José no dejaban de mirarlo con emoción. En esa mirada simple y pura, reconocían la fragilidad y la promesa de la nueva vida que acunaban.
María, cuyo rostro reflejaba aún el cansancio tras el parto, examinaba al niño con una sonrisa serena llena de delicadeza. Sus ojos, plenos de Esperanza no se apartaban del pequeño que hasta hacía unos segundos había estado descansando plácidamente.
José, a su lado, observaba la escena de este despertar con una mezcla de orgullo y reverencia, consciente de la responsabilidad que el destino había puesto sobre sus hombros. Meditaba sobre el camino que les había llevado hasta aquí. Desde el anuncio inesperado hasta este instante de quietud, cada paso había estado marcado por la valentía y la determinación. Ahora, contemplando al niño, sentía que todas las dificultades encontraban su sentido en el descanso sereno de su hijo.
Un humilde refugio sirvió para custodiar el nacimiento de Jesús de Nazaret
En la penumbra de un modesto pesebre velaban con ternura a su recién nacido. Las posadas de Nazaret estaban repletas, y la única morada que habían encontrado fue un sencillo pesebre, donde el aliento cálido de los animales ofrecía un respiro al frío nocturno. La estancia, iluminada tenuemente por una lámpara de aceite, ofrecía un refugio cálido y sereno en medio de la quietud nocturna.
En aquel tiempo, Nazaret no era más que una pequeña aldea enclavada en las colinas de Galilea, un lugar donde la vida transcurría al ritmo de las estaciones y las tareas agrícolas. Sus calles polvorientas y estrechas, flanqueadas por humildes viviendas de piedra y adobe, daban cobijo a familias dedicadas al cultivo y a la artesanía, en una vida de mera subsistencia. El frío nocturno se colaba entre las fisuras de las casas, y compartir el espacio con los animales era una práctica habitual para aprovechar su calor.
Aquel humilde refugio estaba impregnado de una atmósfera de paz y recogimiento, y ofrecía un abrigo digno para recibir la vida que acababa de llegar al mundo. Los sonidos del exterior se habían desvanecido durante la noche, dejando únicamente el suave crepitar de la lámpara y la respiración acompasada del recién nacido.
En la sencillez de aquella noche, tras el nacimiento de Jesús de Nazaret, la pareja encontró en la inocente presencia de su Hijo el faro que iluminase su caminar juntos como familia, y la fortaleza necesaria para abrazar un porvenir lleno de obstáculos.
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